EL PAQUETE
El destino de vagar sin rumbo me llevó a buscar refugio
debajo de un puente. Las vías del
ferrocarril marcaron el camino..
El cielo estallaba en
colores. En mis oídos retumbaban sonidos
de bombas de estruendo, los cohetes, la sirena de los bomberos y la bocina del tren se sumaban a bullicio.
Mi compañero y
yo, tomamos posesión del lugar. Con el
paso del tiempo lo consideramos como algo propio, impidiendo el merodeo de los
intrusos. Mi lugar preferido se encontraba contra una de las columnas de
concreto, cerca de la hoguera. Cajones de madera
recogidos de la calle o algún trozo de carbón nunca faltaban
para alimentar las llamas. Las marcas de
hollín mutaban en el rústico cemento que soportaba el puente. El denso
humo se arremolinaba en un rincón de la improvisada cocina de paredes de cartón
y chapas. Latas renegridas junto a hierros deformes se amontonaban sobre
las cenizas. Un cajón rústico hacía
las veces de alacena, guardando en su interior sobras de las sobras
recogidas. Me acostaba cerca del fuego y esperaba el anochecer, desde allí
veía la estación del tren y el intenso
movimiento de la gente, frenesí que se aquietaba en la medida que la noche nos cubría. Mi amigo y yo nos conocimos en una de las esquinas sin
nombre donde uno dobla cuando no tiene destino. Sin proponerlo comenzamos a andar
juntos por la vida. En esa convivencia se
establecieron códigos, cada uno conocía
lo necesario para respetar el espacio y las costumbres del otro.
Recorriendo las calles,
descubrí a personas que se alimentan de lo que los demás desechan,
aprendí a compartir la nada guardando silencio.
Me despertaba cuando los primeros rayos del sol inundaban
el refugio. Mi amigo siempre dormía por más tiempo, se cubría con sus harapos, evitando que el sol y el ruido interrumpan sus sueños
bañados de alcohol. Se levantaba de mal humor y me ignoraba por completo, daba
algunas vueltas sobre sí mismo, revisaba sus pertenencias minuciosamente y
establecía una especie de orden en ese caos de sobras que solo tenían
valor para él. Salíamos a recorrer las
calles con objetivos distintos, él
procuraba conseguir la forma de comprar sus cajas de vino, mi prioridad era
simplemente comer. En ocasiones me distraía con los chicos que hacían
malabarismos en los semáforos, compartía
con ellos alegrías y tristezas. Las improvisadas pelotitas de trapo que en ocasiones servían para la
diversión, dejaban de ser un juguete para convertirse en un medio de vida en
las manos vacías de un niño de la calle.
Incorporé a mi recorrido diario el paso por la carbonera
que se encontraba del otro lado de las vías. Sus trabajadores, sombras
vivientes cubiertas de carbón, se movían
entre las pilas con sus palas y herramientas. Esas personas se habían
acostumbrado a nuestra presencia y siempre dejaban en un plato los restos de la
comida del día. Debía llegar antes que las ratas, por lo cual permanecía atento a un llamado, un grito, una seña o un
simple silbido, que me avisara que la comida estaba servida. El alero de la
carbonera era fresco en verano, por la
noche me gustaba sentarme a mirar como la luna bañaba de blanco las bolsas de
carbón y las pilas de leñas. Con la quietud aparecían una tras otra las ratas,
para huir rápidamente por las
alcantarillas.
Una noche, de regreso, él se fue debajo del puente a
dormir su borrachera, yo caminé por el costado de la vía hasta el paso a
nivel, recorrí el camino habitual y llegué a la carbonera, encontré un
suculento plato de comida, que no tardé en devorar. Me recosté
debajo del techo de chapas, de allí veía las luces de los autos que
transitaban por el puente, como así también los distantes trenes. En la quietud
de la noche me quede dormido, hasta que mi sueño se interrumpió por el sonido
sordo y potente de unos disparos. Me
desperté sobresaltado y alerta, pude ver como dos autos tomaban a gran
velocidad la boca del puente. Del primer auto se escucharon los chirridos de
los neumáticos al tomar la curva del puente, en ese instante observé como
arrojaban una bolsa negra hacia las
vías, un segundo vehículo ingresaba al puente en una alocada persecución. Me
levanté y fui a curiosear, encontré un paquete, cubierto de bolsas de residuos
envuelto una y otra vez sobre sí mismo y prolijamente sellado, me resultó
imposible abrirlo, tomé el paquete y me
dirigí nuevamente debajo del alero de la carbonera. Allí lo dejé, semienterrado, al resguardo de las ratas.
Me fui a caminar bajo la luz de la luna. Me gustaba
deambular por la plaza y mirar las luces entre las sombras de los enormes
árboles, en mi recorrida nocturna me acostumbré a pasar por una estación de
servicio, donde siempre había movimiento de
gente y algo de comida. Regresé
de mi caminata, pero no llegue hasta mi lugar de descanso, desde la carbonera
pude ver como un grupo de hombres se encontraban debajo del puente increpando a mi compañero. Borracho y
sorprendido no comprendía el motivo de
tamaña agresión. Dos de ellos lo aprisionaban contra las vigas de
cemento reclamándole una bolsa, el otro se ocupaba de revolver el lugar. El
fuego se apagaba lentamente, cuando comenzaron a tirar las mugrientas pertenencias sobre el rescoldo,
las maderas y las colchas avivaron las llamas. La luminosidad tomó su máxima
expresión cuando arrojaron el viejo y húmedo colchón de goma espuma.
Los gritos se convirtieron en silencio, mi amigo cayo
pesadamente de cara a la tierra, los
golpes secos contra su cuerpo inerte se
repetían una y otra vez. La luz de un
tren puso fin al castigo, las tres personas se marcharon por el camino
sombrío que llegaba al refugio. Pasó el tren en el momento en que se
consumía el último pedazo de colchón, el humo negro inundaba el lugar y un olor ácido
se desprendía de los restos calcinados, el cuerpo de mi amigo seguía inmóvil
pese a que el aire era irrespirable.
Poco a poco me fui acercando, mi curiosidad crecía a medida que me
aproximaba al cuerpo. Su rostro se
hundía en un oscuro y pegajoso barro
de tierra y sangre. Recorrí el lugar una
y otra vez, no había quedado nada de lo que fue nuestro refugio. Dejé a
mi compañero y comencé a recorrer el sendero que me llevaba hasta el
paso a nivel. Regresé, las primeras luces del día se hicieron presentes. Antes
de llegar me detuve debajo del alero de la carbonera, el paquete seguía oculto,
los obreros renegridos miraban hacia el puente. La policía trabajaba en un
sector demarcado por cintas de
seguridad. El cuerpo sin vida estaba en una bolsa negra, dejé al grupo de personas que curioseaban y
crucé las vías con paso presuroso. Al acercarme al perímetro delimitado, un
policía notó mi presencia y se propuso
interceptar mi paso, bajé la cabeza en señal de sumisión, la mano del agente detuvo mi marcha, me
acarició, levanté la cabeza como
buscando la luna, ladré con toda mi fuerza,
al tiempo que movía la cola y olfateaba el lugar buscando explicación a lo
ocurrido.
____________________________________________________________MAHUDA